El Punctus contra Punctum en la Casa de Humo de Javier Vallhonrat
Texto de George Stolz
Cartálogo de la exposición, Fundación Telefónica, Madrid, 2004.
El movimiento, como un río, transcurre poderoso por toda la fotografía. Los dos elementos esenciales del medio —tiempo y luz— se caracterizan por el hecho de que se mueven y persisten en su movimiento, combinando —como un río— permanencia y cambio en un solo ente. Hasta la fotografía más estática está enraizada en el movimiento del tiempo y gran parte de su poder talismánico nace, precisamente, de haber extraído un momento del movimiento continuo del tiempo del que, por tanto, se podría decir que es el auténtico tema central del medio, la presa que realmente se persigue, se caza y, después, se expone, disecada y armada en una fotografía estática. Del movimiento del tiempo al movimiento en el tiempo hay, quizá, más un paso lateral que un paso adelante pero, en cualquier caso, se trataba de un paso inevitable desde el punto de visto histórico; no podía decirse que la fotografía estuviera completa a no ser que fuera capaz, no sólo de captar, sino también de transmitir (incluso de forma ilusoria) movimiento físico en el tiempo a través de imágenes en movimiento, de reconstruir lo deconstruido de tal manera que no se mostraran las costuras temporales y físicas, que no quedaran cicatrices visibles.
Curiosamente se da una excepción sorprendente a la tendencia general de la tecnología, ya que aunque la imagen en movimiento es una extensión clara de la imagen estática, la llegada de la primera no produjo la obsolescencia de la segunda: bien al contrario, hoy en día, tras más de un siglo de coexistencia y tras haber cruzado de la mano el puente a la actual era digital, la fotografía estática y la fotografía en movimiento gozan de una relación más cercana y compleja cada día. Una se mueve y la otra no, eso es innegable: pero van mucho más allá, eso está claro. Existe una relación oscilatoria y mutuamente beneficiosa entre la fotografía estática y la fotografía en movimiento. Es una relación que conforma (aunque a menudo sin un examen suficiente) gran parte del arte contemporáneo; es, además, una relación que yace en el bifurcado corazón del proyecto fotovideográfico de Javier Vallhonrat, Casa de humo.
Casa de humo se estructura, físicamente, en torno a combinaciones pareadas de vídeos y fotografías estáticas extraídas de esos mismos vídeos. Enfrente de los muros con fotografías de gran formato hay muros con fotografías de gran formato. Los monitores de vídeo están enfrente de monitores de vídeo. Frente a las proyecciones de vídeo hay otras proyecciones de vídeo. La disposición de esta instalación se basa en la oposición (u oposiciones) de los polos, en la dualidad, en la dialéctica, en los intervalos binarios; como resultado, se invita al espectador a tender puentes entre los opuestos; o, más que invitar al espectador, aunque solo sea por el hecho de tener que volverse una y otra vez para captar los pares de imágenes, se lo obliga a tender puentes en los terrenos visual, físico y experimental.
El puente es una metáfora muy fructífera; tan fructífera que llega a ser, incluso, una metáfora del acto metafórico en sí —porque, al fin y al cabo, ¿acaso no es la metáfora una especie de puente?— y, por tanto, constituye una meta-metáfora, una referencia doble a sí misma y al proceso por el que se crea. Quizás por eso Vallhonrat, cuya técnica fotográfica exquisitamente refinada va siempre acompañada de una buena dosis de autorreferencia analítica, dedicó una extensa serie del proyecto E.T.H. (2000–2002) a puentes y construcciones de puentes.
En E.T.H., Vallhonrat fotografió puentes de las montañas de Suiza y los contrastó con fotografías de maquetas construidas de los mismos puentes, con lo que el autor estableció una oposición entre construcción y realidad con la que pretendía comentar, indirectamente, la manera en que la propia realidad puede verse como un tipo de construcción. Pero los puentes, por definición, también implican movimiento y no es casualidad que tal elemento esté presente en el marco intelectual que subyace a la manipulación que hace Vallhonrat de las imágenes fotográficas de E.T.H. (nada es casual en la obra intelectual, estilizada e intelectualmente estilizada de Vallhonrat): el movimiento, en todas sus variantes, ha sido un tema recurrente en toda su obra. Abordó específicamente el movimiento físico en algunas de sus primeras series, como El espacio poseído, en la que una bailarina (la encarnación del movimiento como arte) era fotográficamente descompuesta, recompuesta y comprimida a la fuerza en imágenes en blanco y negro y a través de varios marcos. En Autogramas, Vallhonrat volvió a tomar y comprimir el movimiento —en esta ocasión, tanto en el tiempo como en el espacio— en una imagen estática en la que captó la luz de una cerilla encendida que oscilaba de un lado a otro en una habitación oscura, durante los breves instantes que tardaba en consumirse. Y en Objetos precarios, estaba presente el potencial de movimiento, en lugar de su forma cinética: una bola de piedra a punto de bajar rodando por una rampa, una roca en equilibrio inestable sobre un borde.
Pero es el tipo de movimiento concreto que implican los puentes —el movimiento de atrás adelante, la conexión oscilatoria entre dos puntos dispares— el que se transfiere de E.T.H. a la Casa de humo de Vallhonrat, donde impregna el proyecto entero, desde la estructura formal dominante hasta la ejecución formal de esquivos trasfondos poéticos.
En Casa de humo abundan las referencias visuales explícitas a la oscilación. En la videoinstalación titulada «Gabriel», uno de los dos vídeos muestra un vaso caído, rodando adelante y atrás sobre un charco de leche derramada. Rueda adelante y atrás, adelante y atrás, en un bucle continuo del vídeo, acompañado de una banda sonora compuesta, exclusivamente, por el sonido del vaso pasando por encima de la leche: adelante y atrás, adelante y atrás. Al mismo tiempo, en el muro de enfrente, una oscilación similar conforma la estructura interna de la otra mitad de «Gabriel» en la que, en un solo vídeo, la cámara pasa, una y otra vez, de un niño infeliz a la figura paterna durmiente a la que el niño se dirige – hijo a padre, padre a hijo. Y en «Rooming In», un niño se sienta exactamente enfrente de otro y los movimientos de uno reflejan, de forma especular, los de su compañero.
Pero estas referencias explícitas (y hay muchas más) no son más que un punto de partida. Hay otras materias, otros temas, otros motivos (muchos de ellos recurrentes en obras anteriores de Vallhonrat) que se ubican estratégicamente a lo largo y ancho de Casa de humo y se emparejan formando dualidades y opuestos poéticos de resonancias mucho más profundas
Por ejemplo, el vaso de leche derramada que se acaba de mencionar alude de forma sugerente a la niñez, esa época de la vida en la que un vaso de leche es la parte principal de un desayuno apresurado antes del colegio, esa época de torpeza y desmaña al manipular objetos a escala adulta que, con demasiada frecuencia, se resbalan, se caen y conducen a otra regañina, esa época de constantes reproches de «no llorar sobre la leche derramada». Pero si se empareja (que ya lo está en el muro de enfrente) con la otra mitad de «Gabriel» —es decir, el adolescente infeliz que se lamenta ante una figura paterna poco atenta y aparentemente disoluta—, la imagen de la leche derramada adquiere una serie de matices y asociaciones muy diferentes: el semen y su derroche; la paternidad y la renuncia a la paternidad; la persistencia y la huida; los padres y los hijos, los niños y los hombres, y la relación desasosegada y oscilante que hay entre ellos (y dentro de cada uno: «el niño es el padre al hombre», como dicen algunos).
De nuevo, en el nivel formal de ejecución —por ejemplo, en la presentación de la figura paterna— se repite el juego oscilatorio entre opuestos que caracteriza Casa de humo. Por ejemplo, en este caso concreto el juego se produce entre la belleza y la fealdad. El hombre que duerme, inquieto, se representa con una suntuosidad —un grado de precisión fotográfica, un control de las gradaciones de luz, color y sombras, una atención a la viveza de las superficies materiales— que parece haber bebido de los antiguos cuadros italianos del siglo XVII. Pero los materiales y las superficies que aquí se retratan con tanto mimo no son sedas y terciopelos, pieles y joyas, cutis transparentes y cabelleras lustrosas; en «Gabriel», el ejercicio de virtuosismo fotográfico se realiza en aras de retratar a un hombre sin afeitar, desaseado e incómodo, que babea y ronca en un sofá que es cualquier cosa menos ostentoso. (Además, el vídeo muestra una floritura inquietante: cada vez que se presenta la figura paterna, aparece con la misma ropa arrugada, duerme en la misma postura incómoda y en el mismo sofá, se lo ve desde el mismo ángulo… pero es un hombre diferente, una figura paterna en constante cambio.) Aquí hay una oposición casi abrasiva entre belleza y fealdad, una incomodidad profundamente arraigada que se refleja en el sueño agitado del durmiente, en sus vueltas incesantes e inútiles, mientras el niño continúa con su cantinela inalterable. Descansaría poco, parece.
Otros conjuntos de opuestos y asociaciones se entrecruzan por las salas y los suelos de la Casa de humo. Ambigüedad y precisión, control y libertad, padres e hijos, estancamiento y movimiento, fuego y agua, agilidad y torpeza, espontaneidad y represión, manos y piernas, viajes y retornos, permanencia y cambio: todo ello guiado, quizá, por la dualidad fundamental e incluso antagónica entre racionalidad y lirismo que guía todas las obras de Vallhonrat. En última instancia, se unen para crear una red de asociaciones entre pares de vídeos, pares de fotografías estáticas, y pares de fotografías y vídeos.
Por ejemplo, en «Vengo a ti» vemos, en un vídeo, el movimiento en el que, quizá, sea su estado más puro —humo blanco que se eleva por efecto de la termodinámica producida por su propio calor— emparejado con otro vídeo que muestra el penoso intento de un par de manos incorpóreas de seguir las instrucciones de una secuencia de pasos de baile pintados en blanco sobre un suelo negro. El humo, que se eleva, es la esencia de la gracilidad; las manos, condenadas a caer y condenadas a fallar, lo son de lo tortuoso. En una mitad de «Rooming In», una mano incorpórea, que entra desde arriba con aire de divinidad, trata de colocar ,sin éxito, pequeños muebles de juguete en una disposición que resulte satisfactoria. Mientras tanto, en la pantalla de enfrente, dos niños sentados en el suelo conectan el uno con el otro con una intuición que se diría mágica y extrasensorial; se tocan del codo al hombro, de la cabeza al pie, de la pierna a la muñeca, para luego volver a sus posiciones de descanso originales y prepararse para extender las manos y volver a tocarse. Las imágenes estáticas de esos muebles de juguete se encuentran en otros lugares de la exposición, emparejadas con imágenes estáticas de uno de los vídeos de “Casa de humo”, un vídeo en el que se ve una maqueta de una casa de cartón que es consumida por las llamas de forma espectacular mientras flota en el agua.
Esta última imagen —que, cabe recordar, da nombre a la exposición— es nada menos que un emblema espectacular del arte de la fotografía en sí; porque, ¿acaso la fotografía no es un fragmento de luz fugaz que se mantiene a flote en el río del tiempo?
Al igual que sucede cuando se traza un mapa de las constelaciones que se ven en la noche estrellada, cualquier enumeración simple de las diversas asociaciones podría perfectamente resultar infinita y, con todo, ser incapaz de transmitir la complejidad poética del conjunto. Algo asombroso de Casa de humo es que esta complejidad se logra mediante la reducción. Como en los sueños, donde a menudo el movimiento y el tiempo adquieren una elasticidad viva, se consigue que los elementos sencillos destaquen en su entorno, como figuras que se desprenden ligeramente de su terreno. En Casa de humo, la narrativa secuencial convencional brilla por su ausencia; incluso las imágenes estáticas extraídas de los vídeos son solamente eso, imágenes estáticas, más líricas que informativas: no son film stills o fotogramas, no son segmentos incompletos de una narración continua y mayor. Como resultado, la suma total del contenido visual general es perceptiblemente escaso, es apenas algo más que un puñado de imágenes cargadas de emotividad, todas ellas reducidas en sí mismas y su presentación. Pero esta reducción tiene la función clara de intensificar la tensión oscilatoria constante.
La tensión oscilatoria es la base de la armonía musical y, de hecho, en Casa de humo, está presente cierto puntus contra punctum, un contrapunto armónico de dos partes en el que los intervalos se ordenan por secuencias de conflicto y resolución (y conflicto-resolución-conflicto). Y, en manos diestras, a medida que los intervalos se van cruzando y entrelazando, a medida que la tensión aumenta y la resolución se resalta, a veces se alcanza un estado de fuga, un momento en el que la oscilación va más allá de los dos polos inmediatos de los intervalos individuales y comienza a extenderse en varias direcciones por toda la estructura de secuencias, temas y variaciones, tonos y armónicos: se extiende, al final, fuera del tiempo y hasta la cognición.
Este momento, este puente a la cognición, abre el camino hacia otro tipo de movimiento, el movimiento que se busca constantemente en la Casa de humo de Javier Vallhonrat. Es el momento en el que el espectador, como si de uno de los niños de «Rooming In» se tratara, extiende la mano y logra una conexión intuitiva con aquello que, a su vez, se extiende para ser tocado; el momento en el que el espectador, a través de la mente y los sentidos, se aventura en la red oscilatoria y se transforma en esa otra mitad tan anhelada de este proyecto de foto y vídeo, simple y unificado; el momento en que, por fin, el insistente movimiento de fricción —adelante y atrás— arde en una llama luminosa de cognición ardiente, como la luz de esa maqueta flotante y en llamas. Esto es lirismo, y el movimiento lírico que resulta supera la velocidad de la luz y trasciende al paso del tiempo. Sí, unos se mueven y otros, no: pero este es el movimiento que demuestra que el arte necesita más que simple movimiento —que no necesita moverse en absoluto— para conmoverte.