Cuaderno de Campo
Texto por Javier Vallhonrat
Catálogo de la exposición Interacciones, Museo Universidad de Navarra, 2015.
15 junio 2011.
Primer día del proyecto, 18:30 h. Aunque estamos en el mes de junio, a 2.200 metros a los pies de un glaciar la temperatura baja mucho. He decidido incluir un vídeo en el proyecto. Entre un plano y otro, el operador Juan Ortiz se da cuenta de que Concha, para combatir el frío, se ha puesto una chaqueta que rompe el raccord y se lo señala. Concha pregunta: «¿pero no es un documental?». Se hace de noche y vamos a meternos en las tiendas. Antes grabamos: el juego de encender y apagar los frontales, hacer una acción varias veces, tomar un pequeño detalle… Todo esto le parece algo de ficción, totalmente irreal.
Me quedo pensando en que obligamos a la realidad a adaptarse al lenguaje para que el relato adquiera un carácter verosimil, y también que confundimos la realidad con el trocito de la misma que cabe en el lenguaje: la realidad nos muestra lo que necesita la mente para querdarse conforme.
16 junio 2011.
Estamos sonados de haber dormido poco. Es aún de noche y salimos con los frontales encendidos. El aire está helado, el cielo empieza a hacerse de cristal transparente y caminamos siguiendo el pequeño escenario circular que dibuja el frontal en el suelo. La luz ambiente va creciendo y todo cambia rápidamente. La magia del amanecer en esa montaña negra salpicada de manchas blanquecinas se mezcla con el frío y la sensación de sueño y cansancio. Todo es extremadamente bello, la incomodidad corporal intensa. Te disocias: el alma va por un lado, el cuerpo va por otro.
Es nuestra primera subida hacia el Glaciar de Maladetas, buscando el Portillón Superior por un pedrero inmenso manchado de nieve antigua, extrañamente amarillenta y mineral. Llevamos tres horas subiendo, cada vez hay más nieve y esto no se acaba nunca. Nos cruzamos con unos que dicen que vienen del Glaciar de la Maladeta. Por el cambio de inclinación tan fuerte, desde mi perspectiva las personas han emergido de un vacío blanco, de la nada. Detrás de ellos sólo veo una enorme rampa de nieve sucia que se acaba en un cielo gris pálido, y me imagino el glaciar abrumadoramente grande, una nada blanquecina interminable.
Llegamos al Portillón Superior. Juan, agarrado a la pared de roca, se asoma al Glaciar de Aneto. Desde la altura del Portillón, es una realidad de otras dimensiones. Concha baja la primera. Es nieve vieja, hace frío y está dura como la piedra, y aunque llevamos crampones la cosa no admite despistes. Me siento tenso y prefiero no mirar hacia el vacio que se intuye abajo. A mi vértigo se suma el peso de la mochila y mi torpeza de primerizo. Las grietas entre la nieve y la roca son profundas, no se ve el fondo, y eso aumenta la sensación de amenaza y vulnerabilidad.
Nos adentramos en el Glaciar de Aneto siguiendo la huella de la gente que ha pasado ya. Hace viento y las nubes juegan a tapar y a descubrir el sol. Noto cansancio; llevamos cuatro horas cargando con el equipo, buscando una foto, y yo no veo más que nieve, rocas, y manchas de luz que van y vienen caprichosamente recorriendo la abrumadora extensión: empieza a invadirme la frustración.
Hacer fotos con una cámara de placas montada en un trípode en alta montaña lo ralentiza todo, le quita la adrenalina, altera el ritmo. El propósito de llegar a una cumbre, o de terminar una travesía, o de alcanzar un lugar señalado es sustituido por una voluntad de observar lo que te rodea lentamente, y de escucharse a uno mismo con atención.
Parece que la experiencia de ir avanzando poco a poco, caminar y parar y volver a avanzar constituye en sí un lugar; es el nicho necesario donde pueden surgir oportunidades, y parece que ralentizar la marcha permite dar prioridad a la percepción atenta de la topografía, a los agentes meteorológicos, a la luz tan especial y cambiante, a las relaciones que se establecen entre todos estos elementos. A Concha y a Juan les toca lo peor: parar, esperar a que yo busque algo que ni yo mismo se qué es, verme mirar, dudar, guiñar los ojos, resoplar y volverme a poner en marcha. Con suerte, saco el trípode y monto la cámara. Este ritmo, tan desesperantemente lento, va tiñendo la ascensión de una cualidad flotante. Los pequeños cambios que se dan ante nosotros van cobrando relieve y adquieren presencia, y nos vamos instalando en un estado de receptividad acrecentada. Me siento como una especie de sismógrafo impersonal cuyo único contenido es un conjunto de patrones, mezcla de constancia y cambio, al que yo llamo proyecto.
Pasa el tiempo, y a medida que las sombras se alargan, empiezo a animarme.
Mientras, ya tarde y de vuelta hacia el Portillón, hago la primera foto del proyecto, Juan graba un plano a través del cristal esmerilado de la cámara 9 x 12. Me dice: «Parece una imagen sin objeto; es como si antes de que la imagen exista, te parases ahí, en lo previo a la imagen»
17 septiembre 2011.
Hoy descubro una nueva evidencia: para trabajar en altura con la luz del amanecer, lo más sencillo es domir arriba, así que nos toca subir a Concha y a mí con las mochilas llenas a reventar. Plantamos la tienda en un hueco que parece cortado a medida, aunque hay que sacar con el regatón del piolet algunos pedruscos que sobresalen de la tierra.
Nos levantamos aún de noche, a las 06:30. Apenas la claridad aumenta, ya estoy buscando un sitio que localicé al subir. Es un conjunto de rocas enormes, con unas caras oxidadas y las otras manchadas de líquenes verde-amarillos. Forman una rampa que desciende abruptamente sobre el enorme canchal de piedra fragmentada, un caos formidable que termina al fondo en un embudo estrecho que se va haciendo cada vez más vertical, flanqueado por macizos de granito gris y rosa.
Noto que mi nivel de atención está al máximo. El suelo está complicado, y me divido entre dos dificultades: moverme con el trípode y la cámara y rastrear la correspondencia entre los patrones internos que definen el proyecto y los muchos elementos que se relacionan ahí fuera.
Miro hacia el este, y la claridad atraviesa el aire húmedo dándole en la distancia una consistencia lechosa. Siento que la cosa se está acercando, y hago dos tomas justo antes de que el sol que ya asoma sobre la cresta clave un cuchillo de luz en el objetivo.
Escondemos la tienda y todos los enseres en un lugar discreto pero reconocible y tiramos para arriba, hacia el glaciar, con lo mínimo indispensable para no cargar con mucho peso. Al cabo de una hora, me encuentro por primera vez con el borde del glaciar, el límite de un ser arcaico, totalmente desnudo. Hielo y roca; un lugar inquietante, geológicamente vivo. Pasamos allí mucho rato. El sol no se esconde y la luz que necesito para trabajar no se decide a aparecer, así que bajamos callados y sin hacer más fotos.
08 octubre 2011.
Son las 11 de la mañana; la idea esta vez es dormir en la tienda al pie del glaciar de La Maladeta, por encima del Collado de Paderna. El arranque se está haciendo lento; si la organización de una mochila de montaña para una travesía un poco larga ya es compleja, al sumarle la que requiere un equipo de cámara de placas, el asunto se convierte en un puzzle.
A medida que preparaba el proyecto, entre 2009 y 2010, fuí aprendiendo. Antes de iniciar Interacciones, empecé subiendo a Picos de Europa con un trípode de metal de tres secciones: demasiada ignorancia y demasiados kilos de hierro. Después vino el trípode de carbono, la cabeza de magnesio, los crampones de aluminio y me volví un maniático del peso. Ahora no subo sin antes haber pesado todas las mochilas. Intento que nadie suba con más de 12 kilos de peso cargados a la espalda, pero eso no es fácil.
Hacer mochilas te enseña mucho. Aquí subes con todo lo que vas a necesitar, porque no hay donde conseguir nada. Aprendes que con el paso de las horas, todo pesa más. Así es como ahora conozco mejor el valor de la palabra imprescindible. No puedes olvidarte de nada, no puedes llevar nada que no necesites de verdad. Subes la ropa que te pondrás cuando estés arriba, porque a 1.700 metros, en junio puede hacer tiempo de verano, pero a 3.000 metros o más, el frío y el tiempo pueden ser invernales; tiritas para las ampollas, vendas, navaja, gafas, guantes, agua, comida, frontal aunque no tengas previsto pasar la noche, las gafas de vista cansada, un plumas por si las moscas… Eso si no subes la tienda; entonces sí que es la muerte.
Ya ha empezado a nevar en la cota de los 2000 metros y mas allá del Ibón de Paderna no podemos evitar hundirnos y el avance se vuelve penoso. Hoy nos acompaña Xacobe González, que hará de guia en gran parte del proyecto. Además de conocer de memoria el terreno, nos ayuda con el equipo. Todo un lujo!!!
A medida que subimos, en medio de este mundo mineral y nevado, lo único animado que percibo en el campo visual son los pequeños líquenes verdoso amarillentos formando mapas de apariencia fractal, bloques de esquisto de óxido naranja y rojo, coronados por hitos que asoman entre la niebla que cubre la inmensa morrena; un diálogo silencioso entre caos y orden, entre incertidumbre y certidumbre.
Al coronar el repecho del Collado, vuelvo a armar la cámara porque el lugar y la luz son perfectos. Doy vueltas como los perros que rastean olores. Son las 16:30 y busco algo que aún no sé cómo es, algo que no comprendo bien. Concha, que me vé moverme, intuye que ahí hay para rato, y decide buscar dónde montar la tienda.
De vez en cuando me detengo, planto el trípode, y miro por la pequeña Canon G12. La uso de visor y de fotómetro, aunque antes de echármela al ojo ya intuyo que lo que ha hecho que me detenga se corresponde con ese complejo entramado de patrones formales, sensoriales, emocionales, metafóricos y conceptuales a los que yo llamo proyecto.
Cuando, ya oscuro, llegamos a la tienda, Concha me dice que mis movimientos le recuerdan a una mosca moviéndose; no se puede predecir hacia dónde voy a echar a andar; no lo sé ni yo. Riendo, comenta: » se pudiera grabar tu rastro sería un garabato absurdo». Cenamos espaghettis a la luz de las estrellas. No hace aire y se está bien.
09 octubre 2011.
Madrugamos para intentar otra foto en la Crencha de los Portillones, ésta vez al amanecer, con las placas de granito y liquen verde del Collado de Paderna en primer plano. No se ven nubes, y hago una toma antes de que salga el sol, pero no me satisface. Al cabo de un rato empieza a aumentar la nubosidad, y decidimos subir por encima del Diente de la Maladeta, donde se adivinan seracs y hielo glaciar. Desde donde estamos impresiona por lo vertical de la pared noroeste de Maladetas y por las sombras azuladas en las que está envuelto el conjunto.
A medida que Xacobe y yo subimos, la nieve está más dura, y las rocas se ponen peligrosas. Demasiada poca nieve para crampones, suficientemente dura para que resbalemos. Pensábamos que el aumento de la temperatura por el avance del día nos ayudaría, pero no es así: seguimos en la sombra, la altura que ganamos compensa con creces, y las placas están heladas. Al cabo de una hora de trepar y resbalar, hemos avanzado muy poco, y queda mucho por recorrer. El viento hace bailar las nubes en el cielo, y la luz tampoco acaba de ponerse bien así que miro el hielo del glaciar y los paredones verticales, y me despido. Le digo a Xacobe: «Hoy la frustración va pesar más que la mochila, que ya es decir».
Al bajar, voy haciendo cálculos que me inquietan: en cinco días trepando y cargando con el equipo he disparado seis fotos, tal vez dos o tres me interesen. ¿Cuantas veces voy a subir aquí para hacer todo el proyecto: cincuenta, setenta, más?.
Me empiezo a calmar cuando pienso en una palabra mágica: renunciar. Cuando empecé a mirar las fotografías de Fenton y de Vigier, ya me venía a la cabeza la idea de renunciar. Esos pioneros supieron renunciar a sacarlo todo, a saturar sus fotos de información, de hechos. En sus fotos había mucho vacío. Trabajando con la cámara de gran formato aprendes a renunciar a disparar mucho. Es así que me ha dado por pensar que en un lugar y en momento dados, existiendo infinitas posibilidades de tomar fotografías, hacer una sóla fotografía, tiene el valor de renunciar a infinito menos una posibilidades. Visto así, puedo sentirme más tranquilo cuando llegue abajo sabiendo que en lugar de no haber hecho ni una sola imagen, habré renunciado a hacer infinitas fotografías. La montaña puede ser un buen sitio para aprender a renunciar.
22 octubre 2011.
Hemos decidido cambiar de estrategia y buscar un terreno más amable que el de Paderna, para acercarnos todo lo posible al glaciar sin irnos parando cada cinco minutos. Salimos Xacobe y yo bien temprano cargados como mulas y entramos en el valle de Barrancs, remontando hasta el Ibón del Salterillo sin parar. Escondemos el material que no vamos a necesitar al pie del ibòn y subimos al encuentro del hielo azul y gris. Un sarrio nos da la bienvenida a su territorio, vigilándonos desde un gran bloque plano por encima del ibón.
La subida es muy directa, por una canal encajonado en la que vamos encontrando restos de glaciar desprendidos hace años, fragmentos enormes de hielo pétreo, tallados a lo largo de miles de años, con trozos de granito incrustados. Sobre estos fósiles restos comienzan a posarse copos de nieve, delicados e indiferentes. La luz es mortecina, homogénea, perfecta. El resto del gélido dia, las condiciones de luz no acompañan. Volvemos al ibòn sobre las 18:30h, y montamos la tienda con rapidez, escarchándose en instantes. Esta noche rondaremos los siete grados bajo cero. Yo estoy tiritando, y Xacobe hace un té para mitigar el cansancio y el frío. Sobre las 20:00h ya estamos metidos en los sacos.
23 octubre 2011
Está amaneciendo cuando salimos de la tienda. El termómetro marca cuatro bajo cero. Desayunamos, desmontamos y escondemos de nuevo todo lo que no necesitamos subir. El itinerario que vamos a hacer hoy ya había comenzado anoche. Siempre es así: revisar el equipo, buscar referencias útiles. Intento despejar incógnitas, cosa dificil: con el tiempo voy aceptando que debo incluir márgenes de incertidumbre cada vez más amplios. En ocasiones pregunto por referencias, y me recomiendan lugares desde donde se ven perspectivas y paisajes bonitos o fenómenos naturales espectaculares, algo que garantice que el esfuerzo va a valer la pena, que no vas a volver a casa con las manos vacías. Nada que ver con lo que busco; voy comprendiendo que tengo que moverme con más autonomía en ese territorio, y que el acompañamiento de las personas que me ayudan es fabuloso en la medida en que aceptan mis incertidumbre, mis dudas, mis esperas o mis prisas como parte de un proceso del que no les puedo contar mucho.
Xacobe y yo no conseguimos dar con el itinerario que seguimos el dia anterior para bajar del glaciar, por lo que decidimos entrar por una lengua de roca rodeada de hielo zigzaguante que habíamos visto el dia anterior desde arriba. Difícil y lento, pero vale la pena. Nos topamos con varias perdices nivales, en esta época del año completamente blancas.
A la bajada encontramos el itinerario del día anterior, así que enfilamos la canal marcándola con hitos por si volviésemos a necesitar encontrarla. Miramos los hitos que colocamos desde varios ángulos, para que no sólo nos resulten útiles a nosotros. Llegando al ibòn volvemos a ver al sarrio, que debe venir a despedirse, quedándose tranquilo de que abandonemos su territorio. Que lo disfrute.
29 octubre 2011
Esta vez somos cuatro, y tenemos màs días por delante, por lo que hacemos base en el refugio de La Renclusa. Subimos al Collado de Paderna después de habernos descargado de parte del peso en el refugio. Juan Ortiz decide esperar debajo de la empinada rampa final antes del Collado para grabarnos a la bajada. Arriba, encuentro oportunidades: la niebla está engullendo la pared de la Tres hermanas de Paderna, juguetea por el canchal que hay debajo… El esquisto, infinitamente fragmentado es un jaspeado de gris, marrón y blanco, limpio y sucio, ordenado y caótico.
Estoy en un balcón privilegiado para ver el paisaje, pero también para eludirlo. El paisaje desde aquí implica dominar un «aquello», formalizar una relación de poder. Es lo contrario de un itinerario. Lo que busco en la montaña es la experiencia del itinerario: un relato de continuidad que se narra a través de los fragmentarios eventos que acontecen.
Buscar que el paisaje se produzca exije distanciarse del terreno donde éste se configura, alejarse de la experiencia. Un paisaje es siempre convertir la experiencia en objeto de mirada, pasar de la experiencia a la cosa estética, de lo dinámico a lo estático. Al desplazar mi atención al caminar y al itinerario, ésta se mueve siguiendo la línea del tiempo en un presente contínuo, y lo que solemos denominar como «paisaje», por muy grande que pueda ser, se reviste de la cualidad incorpórea del punto, un fragmento estático, infinitesimalmente pequeño, de una experiencia inabarcable. El proyecto como un terreno en el que perderse haciéndose siempre en un presente contínuo. Al final las imágenes que hago en este territorio, serían la metáfora de esta experiencia.
Llegamos al refugio ya anocheciendo, màs o menos a las 19:00h.
30 octubre 2011
Hoy salimos hacia el Salterillo por el Collado de Renclusa a las 07:00. Somos cuatro. Nos cruzamos con otro grupo, más grande y algo perdido, y Xacobe aprovecha para guiarles hasta casi tocar el glaciar. Nos conviene a todos porque ya hay mucha nieve y abrir huella es penoso, y nos turnamos. Los hitos que pusimos la vez anterior nos vienen muy bien para encontrar el canal diagonal de entrada en el Glaciar. Desde ese ángulo, en invierno, y si el cielo no se cubre, tienes un sol rasante en la superficie del glaciar que ese día aprovechamos para que Juan Ortiz grabe los planos que necesitamos para los vídeos. Yo hago fotos de un pequeño alud en el glaciar, y Juan consigue unos planos deslumbrantes gracias a una luz espectral, acariciante y mortecina.
Desde donde estamos, la perspectiva achata su cima puntiaguda, y el Aneto parece una inmensa colina de 3.400 metros de altura. Sólo cuando ves bajando de su ladera puntitos minúsculos te das cuenta de que esa colina casi amable es un monstruo gigantesco. Desde la distancia Juan nos ve a Xacobe y a mí siguiendo itinerarios en círculo y otras figuras caprichosas; no entiende a qué responden nuestros movimientos. Parecemos muñecos deambulando por un universo blanco: a mi errabundeo habitual, se suma la precaución con que Xacobe pisa el terreno. No es cuestión de caer en una grieta mal tapada por la nieve. El descenso lo hacemos con mucho cuidado, Xacobe tanteando con el bastón; estamos en una zona delicada, pues la nieve de octubre aún no ha cubierto de forma consistente las grietas del glaciar.
La vuelta la hacemos con el cielo muy tapado, hasta que, llegando casi abajo, en el Plan d’Aigualluts, se abre una ventana de luz en el Portillón de Benasque. Parece algo bíblico, como una ilustración de Gustave Doré, como una puerta a otra dimensión. Juan dice: «Ahora o nunca». Es lo que necesitamos para grabar el lugar desde donde Vigier tomó sus fotos, y decidimos quedarnos.
Está anocheciendo y estamos reventados, y Xacobe y Concha deciden volver al refugio por el Collado de la Renclusa, llevándose parte del material. Antes de irse, les pido que me indiquen cómo volver porque no conozco el camino. La explicación no me queda nada clara; Xacobe nos dice al alejarse: «Vosotros guiaros por lo más evidente. No tiene pérdida. Seguir vuestra intuición». Grabamos y grabamos y se nos hace de noche. Juan lleva un frontal que no funciona, y el mío no es ninguna joya. Pienso en la frase de Xacobe, pero nada me parece evidente. Yo busco hitos, o marcas, pero no encuentro nada, así que damos un montón de traspiés. Poco a poco, me parece que voy entendiendo que el terreno no basta con mirarlo; hay que caminarlo, precisa del cuerpo en el tiempo para ser experimentado con profundidad, de hecho sólo existe cuando es experimentado. Dejo que el cuerpo se encargue; parece que sabe de lo grande y de lo pequeño, de lo ligero y de lo denso. Su lenguaje es el de la sensación hecha símbolo: el cuerpo sabe de huecos y protuberacias, de rampas y obstáculos, de tropezones y de avanzar, de frío, de dolor de rodillas, de falta de aliento, de peso, de sudor y de lengua reseca.
Después de muchas dudas y de seguir nuestra intuición, al final llegamos.
1 noviembre 2011
El día empieza con retrasos y con mal ambiente. Cansancio, quejas, mosqueos… Hace ya un par de dias que andamos por aquí. Nos acostamos agotados y al levantarnos, las botas siguen mojadas del día anterior. Nos dirigimos otra vez hacia Barrancs. La mañana es oscura, fría, y está lloviendo pero los manchones de nieve y la niebla son tan especiales que se me pasa un poco el mal humor. Entramos en el caos de Barrancs, sumergido en una penumbra sin límites definidos. De cuando en cuando se distingue algún hito. Parecen un poco inútiles, pues en cuanto te alejas de ellos te encuentras de nuevo perdido en la niebla. Este sitio gris, infinito, se disuelve en una atmósfera de fondo marino. Da igual hacia donde mires, no se atisba ningún límite.
La falta de horizonte genera una atmósfera inquietante. En un paisaje, observado o representado, el horizonte cristaliza, mientras que al caminar la experiencia de lo cambiante devuelve al horizonte su cualidad líquida e inalcanzable. Al igual que los fluidos, el horizonte adquiere la forma sólo en el momento en que se lo representa, como los mares del norte en las pinturas de plomo y encaje de Thierry de Cordier.
En la montaña, el horizonte no es importante. Aparte del suelo en el que pisas y la topografía del terreno, lo relevante es la silueta de la montaña aunque tiene un valor relativo. Las aristas que te muestra una cara de la montaña no tienen nada que ver con las que se definen en otras de sus caras, y a menos que uno simplifique, el rostro propio de la montaña empieza a ser susceptible de ser concebido y conocido sólo a través de su complejidad.
Desechadas las ideas de paisaje y de horizonte, me voy parando donde casi no pasa nada… todavía. En ocasiones, eso poco que pasa es algo que podría constituirse en foto. Se alinean delante mio elementos que me anuncian que ahí se organizará algo que podría tener sentido, que podría dialogar con esa organización de patrones que van constituyendo el proyecto.
Barrancs es uno de esos sitios, es un valle-talismán. Los elementos que yo espero que aparezcan, que se alineen de cierta manera, son muy variados: roca, tierra, hielo, nieve, líquenes, corrientes de agua y otros elementos que constituyen el sustrato material geológico. El valle de Barrancs, al estar al pié del Aneto y haber sido la avenida del glaciar hasta que comenzó a retroceder la capa de hielo hacia arriba, me ofrece con frecuencia muchos de estos elementos.
Xacobe me proteje del agua desde hace un rato con un pequeño toldo de plástico, y eso me permite trabajar. Juan lleva un poncho de hule de ésos que no nos gustan, de los pesados que no transpiran. Él está seco, y nosotros con nuestras chaquetas técnicas, mojados. Juan lleva un rato observando a Xacobe, que está empapado, tiritando de cuando en cuando. Le tiende el poncho: «Ponte esto, tío». Xacobe, que está totalmente en su papel, profesional hasta la médula, le dice: «No, que se va la luz».
Antes de hacer la ultima foto, nos resguardardamos un rato en un refugio, mitad vivac mitad cabaña de pastores, que parece un colador de tantas goteras que tiene. Xacobe y yo salimos del vivac aprovechando que la niebla se hace más densa y la lluvia menos intensa. El palio de plástico con el que me proteje de la fina lluvia, hace que haga la última foto del día con un fondo rítmico de claqué. Juan, en ese infinito pétreo y brumoso de Barrancs, se siente en el fondo del mar, como si estuviera a 1.500 metros bajo la superficie. Una inmensidad gris, contínua, monótona, sin vestigios de horizonte.
16 Julio 2012.
Subimos Concha y yo mientras unos jirones de niebla que serpentean como dragones chinos juegan a nuestro alrededor. Esta vez busco el borde del glaciar, y ascendemos hasta estar debajo del Diente de la Maladeta. Nos vamos fijando en posibles sitios para la tienda, porque ya nos ha pasado que en un terreno que parece interminable, no haya ningún sitio para montarla. Llegamos en medio de la niebla al borde del glaciar. Es Julio pero hay mucha humedad y hace un frío tremendo. Localizo sitios para hacer fotos mientras Concha busca dónde plantar la tienda.
Hemos dormido con frío: por no cargar con mucho peso hemos traído sacos ligeritos, y creo que la temperatura durante la noche ha debido caer a -4 o -5, porque los charcos del anochecer ahora son bloques de hielo. Hay niebla densa y puedo trabajar un rato. Subimos un poco más hacia el glaciar en medio del estruendo de los torrentes, mientras la niebla se va disipando. Voy en tensión porque las nubes corren mucho y se ponen de tormenta. En la distancia las nubes ya son una masa densa y oscura, y en cuanto oímos el primer trueno a lo lejos, empezamos a bajar sin pensarlo. Conocemos una zona donde las rocas son enormes y podemos dejar el equipo a cubierto, a cierta distancia de nosotros. No tengo ganas de estar en medio de una tormenta electrica cargado de metal convirtiéndonos en pararayos. Se pone a llover y se acaban las fotos.
5 Agosto 2012.
Esta vez, Concha y yo, en vez de pasar desde arriba al glaciar, por el Portillón Superior, cruzamos la Crencha de los Potrtilones por el Portillón Inferior. Quiero ascender el gaciar de Aneto desde abajo, como ya he hecho con el de Maladetas, para ir descubriendo su límite inferior. En verano es un caos de rocas insufrible; tal vez en invierno, con nieve, sea interesante para cruzar. Nos cuesta mucho llegar al borde del glaciar, porque buscar paso entre estas rocas de 2 o 3 metros, con vacíos enormes entre una y otra es pesado.
Llegamos al borde del hielo del glaciar, gris y beige, salpicado de pequeños puntos negros de piedra fragmentada. El cielo esta encapotado y la luz es perfecta. Monto el trípode y la cámara y empiezo a buscar dónde trabajar. Al cabo de un rato, con Concha y yo, parados en medio del glaciar con un montón de equipo esparcido alrededor del trípode, escuchamos el helicóptero del Grupo de Rescate de Benasque que da varias pasadas encima nuestro. Suponemos que están buscando a algun accidentado, y debemos ser una presencia un tanto ambigua y llamativa desde la altura. No nos atrevemos a hacer signos diciéndoles que no necesitamos ayuda. Son muy expertos en rescates, y no creo que se den media vuelta por ver que alguien les dice con señales que no necesita ayuda, pero nos dá miedo que el helicoptero se vaya por lo que sea, y que alguien que pueda necesitar de verdad ayuda se quede tirado donde esté. Yo sigo trabajando y Concha permanece atenta a ver evoluciona la cosa. A veces el viento nos trae el sonido del helicóptero, aunque ya no lo vemos. Hago tres fotos, y ya recogiendo, una pareja que va bajando, al llegar a nuestra altura nos comenta que han recogido a un montañero que se ha caído y golpeado.
07 noviembre 2012.
Hoy es el primer día en que Javier Ayuso trabaja conmigo. No cargamos con mucho peso, pero aún así vamos despacito. Yo voy en silencio, observando. Al cabo de un buen rato, el sonido de las piedras y la respiración van imponiendo su ritmo. En montaña, al cabo de un rato, el ruido se va transformando en sonido, y la prisa en ritmo.
Poner la atención en el caminar lo transforma en un mantra que acalla el pensamiento y nos permite aposentarnos en la respiración para abrirnos al ritmo de lo vivo.
Caminar es la forma en la que experimentamos el terreno, formando parte de él. Luego lo miramos, nos separamos de él, lo transformamos en paisaje. Pertenecer a él, y separarse de él. Caminar y mirar. Caminar la montaña es formar parte de ella, es subir y bajar con ella. Transformamos simbolicamente la montaña al caminar, inscribimos la cualidad de lugar en un itinerario.
Ayuso se sorprende que trabajemos con placas, y más aún, que monte la cámara 9 x 12 mientras nieva. Le llama la atención la pausa, lo estudiado, y que esta lentitud se note en el resultado. También le llama la atención la renuncia a hacer muchas fotos, a mirar mucho sin la cámara. Me ayuda a subir a una roca enorme, y se esconde de la nevada para no mojarse. Yo paso más de 10 minutos encima de la roca mirando luces, formas, ángulos, solapamientos de siluetas y distancias sin la cámara. Tomo muchas decisiones sintonizando la mirada con un campo de intenciones sensoriales, emocionales y conceptuales previo. Me resulta imprescindible mirar mucho sin la cámara, porque el campo intencional está tan cargado como la cámara. La cámara al final sólo registra desde un enclave espacio temporal preciso apariencias de la realidad haciendo visible ese campo de intenciones que constituye el proyecto. A veces ese campo de intenciones no dispone tanto de una definición formal precisa, sino más bien de patrones perceptuales, de resonancias sensoriales, de campos de relaciones en diferentes niveles. Son conjuntos de patrones internos en los que lo que veo se sintoniza o no. Sigo con mi observación pausada. Al final, una vez decido cuándo y desde dónde hacer la foto, la muevo un metro para adelante y un poco para detrás, aprieto el disparador y recojo.
Al final del día, mientras vamos bajando ya con menos prisa, Ayuso me comenta que le llama la atención que hayamos empleado mil veces más tiempo en caminar, buscar, intuir, pensar y sentir que en disparar. «De eso se trata» le digo, «de hacer fotografías sin cámara».
29 abril 2013.
Ha caído una gran nevada, y salimos corriendo. Sustituimos el plan que hemos elaborado de fotografiar aludes por el de subir a la Maliciosa desde la Barranca, pero por su cara sur para intentar fotografías hitos con nieve; ahí hay algunos que ya he localizado otras veces. Ayuso está animado y se siente más preparado.
Los caminos están ocultos por la nieve y nos desplazamos por encima de los piornos que de tan nevados ni se ven. A medida que ascendemos más, nos hundimos, en ocasiones hasta la cintura. Cuesta muchísimo trabajo avanzar.
Hay que pisar despacio, en dos tiempos, avanzando el pie primero y echando el peso hacia delante y para abajo después y dejar que la bota comprima la nieve haciendo el menor esfuerzo posible. Si no se hace así, en diez minutos estás acabado. Aún así, ha caido mucha nieve en muy poco tiempo, y los huecos entre las rocas no están bien cubiertos así que de todas las maneras la subida se convierte en un infierno.
No encontramos todavía hitos, muchos deben estar ocultos bajo la nieve; los primeros que vemos no tienen demasiado interés, y cuando localizamos alguno interesante y preparamos la cámara, desaparece la niebla.
Al final llegando casi arriba, desciende la niebla de manera más estable, la luz se hace mortecina, y para sorpresa mía las condiciones se acoplan y alinean para permitirme hacer dos imágenes de hitos. A la bajada, Ayuso me confiesa que va aprendiendo que la lentitud y la paciencia no sólo es un asunto de trabajar con una camara de formato 9×12 montada en un trípode, sino de la montaña en sí, y que ese ritmo pausado, ese tiempo dilatado, forman un todo integrado.
8 Mayo 2013
Las temperaturas están subiendo, y con ellas el riesgo de aludes espontáneos. Decidimos ir al Valle de Benasque para quedarnos varios días en la Renclusa y tener la oportunidad de fotografiar aludes de fondo. Hemos tardado en preparar todo el equipo, y no llegamos a la Besurta hasta las 12.30. Durante la aproximación voy preocupado porque nos está lloviendo encima. Aunque he decidido llevar dos paraguas y capas de agua ( llevo años fijándome en los pastores del Pirineo, que saben mucho del asunto) sé que será un proceso muy lento e incómodo, y que al final aunque la cámara no reciba ni una gota de agua, acabaremos empapados.
De lejos, distingo en una pendiente unas manchas desordenadas y sucias que rompen la blancura grisácea de la nieve. Le digo a Ayuso: «Mira, dos aludes!». No entiende lo que me excita tanto de esas manchas borrosas y tristes. De nuevo pasa lo que ya habíamos experimentado con anterioridad: a medida que nos acercamos van adquiriendo relieve y se comienza a percibir su tamaño. Algunos son grandes como furgonetas, y uno se hace consciente de la dimensión engañosa y blandamente letal que puede adquirir la nieve.
Hacemos fotos en dos aludes antes de subir a La Renclusa. Estan en la ladera sur, por encima y al este de los ibones de Villamuerta. Hacemos fotos encima del primer alud; un enorme caos blanquecino, azul, negro, marrón. Para fotografiar el segundo hay que terminar de cruzar el primero. Miro para arriba. Llueve y hay niebla, y no se ve muy bien qué hay por arriba. Se distigue una mancha oscura enorme, e imagino que es la tierra al descubierto después de que la nieve haya colapsado, pero no puedo distinguir lo que hay todavía más arriba. Me acuerdo de haber leído que no porque uno esté encima de un alud, quiere decir que no pueda caer otro encima.
Decido seguir y avanzar rápido para salir cuanto antes de la zona. Montamos la cámara en el trípode, y la protegemos. De este modo podemos trabajar más deprisa porque está cayendo la luz y no quiero esperar a mañana; con la lluvia los fragmentos pierden las aristas, se redondean y acaban convirtiéndose en un montón de formas blandas.
Por la noche, en el refugio, satisfacemos la curiosidad de los compañeros de cena que se preguntan qué andamos haciendo por allí con mochilas tan grandes y dos paraguas. Me dan muchos consejos de dónde nos podemos apostar, como los cazadores, para pillar un alud cayendo. No me resulta fácil explicarles que no busco atrapar con un teleobjetivo aludes cayendo, y mucho menos estar debajo de uno cuando cae. Se trata de hacer un relato sobre condiciones y consecuencias, registrar indicios y huellas. No se quedan nada convencidos.
9 Mayo 2013
A la mañana siguiente al mirar hacia la ladera sur debajo de la divisoria con Francia, vemos que no ha podido soportar el peso del agua que ha seguido cayendo por la noche, y se ha desprendido casi entera. Decidimos ir hacia el Plan d’Aiguallut.
Al bajar del refugio, las laderas que descienden al sur del Collado de la Renclusa, están llenas de aludes. No paro de repasar en voz alta las orientaciones, la temperatura, si llueve o no llueve… Ayuso me dice que no paro de calcular, de intentar predecir, de querer controlar y comprender las circunstancias y lugares donde es más probable que se haya desencadenado un alud, o se esté desencadenando y nosotros estemos a salvo. Es evidente que haciendo este trabajo me obligo a confrontarme con lo que más me cuesta, que es soportar la incertidumbre, lo impredecible, lo caótico. De eso trata Interacciones: de trabajar en ámbitos donde las condiciones de incertidumbre friccionen con el deseo humano de predecir y controlar su entorno.
Antes de llegar a la cascada de Aigualluts, el valle que atravesamos tiene un aspecto apocalíptico. Es una mezcla incómoda de horror y belleza. Sin embargo la luz no acompaña para nada: deja de llover, sale el sol y el valle pierde todo el misterio que tenía, adquiriendo un carácter desolado y sucio.
Cuando alguien me pregunta sí ya sé lo que busco, constato que muchas veces no lo sé. Conozco los patrones a los que debería corresponder, pero para explicármelo o explicárselo a alguien tengo que acudir a metáforas, porque la imagen aún no la he visto, no sé como es.
Sin embargo ya he oído los acordes, olfateado los olores, tocado y pesado tactos y densidades. Ya sé a lo que quiero que suene y lo que quiero que pese. También sé que la sensación que resuene en mí al ver algo deberá tener un ritmo lento o rápido, o que su tacto arañe, o acaricie. A medida que he ido preparando el proyecto, se iba configurando una guía interna de qué busco, y tan importante como esto, de qué no me vale. Luego, sólo hay que hay que subir hasta el valle y estar a la escucha.
07 julio 2013.
En febrero Javier Ayuso y yo nos habíamos asomado al Valle de la Escaleta, pero nos preocuparon los aludes que quedaban por caer en el torrente de La Escaleta, así que, decidimos dejarlo para más adelante.
Ahora, han pasado los meses, han subido mucho las temperaturas y la pared sur está limpia, así que Concha y yo decidimos subir hasta arriba del valle, hasta Mulleres.
Ya bastante alto, en la cara norte, por encima de los ibones de la Escaleta, distingo una secuencia de neveros de color beige sucio, integrados en los pliegues de las placas inmensas de granito rosa. Parecen esconderse del sol, se protegen en la verticalidad de las grietas en una interacción que me hace fantasear con que está dotada de intencionalidad.
Decido que los fotografiaré al bajar. Parece que condensan tiempo: han resistido las lluvias de la primavera, el sol cada vez más incisivo, la temperatura cada vez más alta. Mantienen un diálogo entre cambio y permanencia, entre resistencia y fragilidad, que me hace desear trabajar en ese lugar. Me digo que tal vez al descender, dentro de unas horas, la luz estará mejor. Ya con el sol empezando a retirarse de la ladera, llegamos a los neveros, y la niebla decide regalarme unas manchas lechosas que juegan a desplazarse en un ritmo parsimonioso y delicado. Más ritmos, más tiempos, más interacciones.
Estamos a unos 2.600 metros, y lo vegetal hace tiempo que ha dejado paso al paisaje áspero y salvaje de la alta montaña. En esa quietud desnuda se nota más violentamente lo cambiante, lo mutable de los procesos vivos: la niebla deslizándose por una ladera, las nubes que se enroscan sobre sí mismas, el viento que arremolina materia en suspensión…
Seguimos bajando, y pasado el Col de Toro, ya empezando a oscurecer, descubro algo que no vi al subir. La nieve de una de las paredes de roca que miran a sur se debió desplomar hace unos meses sobre el torrente. Debió de ser un alud bestial, porque después de todo el invierno y la primavera y en la época en que estamos, aún queda un tapón de nieve sobre el río de casi diez metros de alto. El agua del torrente se ha abierto paso excavando una gran caverna, dibujando la humedad miles de pequeñas bóvedas, pequeñas cucharadas en el paladar azul de la nieve. Decido trabajar rápido, antes de que se haga demasiado oscuro.
17 agosto 2013.
Una obra que me acompañó en la génesis de Interacciones fue A night of rain sleeping place, de Richard Long, de 1993. En ella se ve la huella del cuerpo de Long, que ha protegido el lecho de hojas secas en el que ha dormido de la lluvia que ha caído durante la noche. Siempre me ha recordado a los poetas japoneses que componen haikus, que duermen al raso, se mojan con la lluvia, y se hielan con el viento que luego poblará sus poemas.
Pensando en estos poetas, imaginé que el trabajo supondría, a la vez que subir montañas, buscar la emergencia de un espacio en el que el pensamiento se amortiguase y la percepción del transcurrir pudiera crecer. En ese espacio lo importante es la experiencia fluida del tiempo.
Con estas ideas en la cabeza subimos buscando los vivacs del lago de Cregüeña. Subimos mucho equipo, porque pensamos permanecer allí tres o cuatro noches. Descubrimos uno primero, una plataforma muy regular de granito, con una placa encima que le hace de voladizo. Plataforma y techo vuelan sobre el agua del lago tres o cuatro metros. Nos aposentamos rápido, porque nos han dicho que está muy cotizado. No me extraña, porque desde dentro estás flotando sobre el agua con los neveros del Pico Aragüells enfrente: un palafito de granito. Mientras trabajo, y sin mover el resto del material del vivac, Concha va localizando otros en la misma zona. En el macizo de Maladetas, hasta el momento no nos había resultado muy frecuente encontrar vivacs, pero aquí se concentran muchos.
Metidos en los sacos, vemos como la oscuridad se va tragando la montaña, hasta que sólo se distinguen las manchas blanquecinas de los neveros, un mapa azulado flotando sobre una enormidad negra.
18 agosto 2013
Amanece. He dormido con frío, creo que por la humedad. Antes de irnos hago una toma, y nos alejamos del agua, dirigiéndonos a otro vivac que hemos localizado el día anterior, una especie de gatera inclinada que de lejos pasa totalmente desapercibida.
Al aposentar en su interior nuestras pertenencias, descubro que el lago se sigue viendo desde dentro. Agua, cielo y roca. El vivac está inmaculado, y el granito rosa otorga a este pequeño cubículo una calidez inesperada. Una gatera coqueta con vistas al lago. Mientras caminamos recorriendo el entorno , veo a lo lejos cómo tres montañeros llegan hasta el palafito y se instalan en él. Es agosto, y los vivacs están muy cotizados.
19 agosto 2013
A la mañana siguiente, me levanto dolorido. He pasado la noche deslizándome dentro del saco. En el suelo inclinado, es imposible ponerse de lado. Sólo he descansado cuando me he apoyado en el borde inferior, encajado en ese pequeño útero de piedra.
Ese día buscamos varios vivacs más y elegimos un tercero que tiene dos entradas. Mientras nos movemos por allí, oímos truenos, y empieza a llover. Dejo el equipo dentro bien protegido, pero prefiero que mientras haya tormenta nosotros volvamos a la gatera; no me gusta lo de las dos entradas. Al anochecer ya ha dejado de tronar y de llover, y dormimos todo lo bien que se puede en el vivac de doble entrada. Al día siguiente sigue el cielo negro, así que no nos entretenemos y bajamos tan rápido como nos deja el peso que cargamos, y el bosque de Cregüeña mojado.
04 Marzo 2014
Es un final de invierno de 2014 marcado por ciclogénesis explosivas. El tiempo es especial en los Pirineos. No soy el único que lo dice. Además, en las inmediaciones de la divisoria con Francia, zona en la que he trabajado mucho, las condiciones son aún más especiales.
Salimos disparados de Madrid porque la predicción meteorológica no puede ser peor. Para nosotros promete. Vamos felices como cazadores de tornados, mirando a un cielo encapotado y negro. Llegamos al valle y nos dirigimos a la parte alta de la carretera de llanos del Hospital buscando paredes de roca tapadas por cortinas de nieve furiosa zarandeada por la ventisca. Nos para la Guardia Civil. La carretera de Llanos está cortada por peligro de aludes. Nos toca buscar a pié por la subida hacia el Valle de Estós. Esta vez todas las predicciones coinciden, pero cada vez que preparo la cámara, o deja de nevar o deja de soplar. O cuando de repente se alían el viento y la nieve y estoy en el buen sitio, se abre un claro en el cielo y la luz cambia y la magia desaparece.
Me quedo esperando, frustrado, y después de un rato interminable, me muevo hacia otro sitio. Justo entonces arrecia el viento y comienza a arrastrar nubes de nieve. Para cuando he vuelto a preparar la cámara, todo vuelve a cambiar. Empiezo a agotarme en este juego, no consigo estar atento, alerta y relajado a la vez y comienzo a exasperarme. Tenemos que estar de espaldas al viento, los cristales de nieve hacen mucho daño si una parte de la cara queda al descubierto. Si una ráfaga te pilla sin un buen equilibrio, sólidamente apoyado en tus pies, te tira al suelo con cámara y trípode. A veces la cosa es de susto, pero es tan bello que no nos damos cuenta del miedo.
Dos día después, subimos hacia el fondo del valle del Hospital. Esta vez la Guardia Civil nos deja pasar, porque parece que la nieve se ha asentado un poco. Nos metemos andando por una senda en la nieve, buscando paredes de roca y la encontramos cerca del Camino de Invierno. A ratos el viento se arremolina y arranca de la pared velos de polvo de nieve haciendo que caiga como cortinas. Un pino con ramas retorcidas dibuja una estampa japonesa. Intento acercarme dos metros más a la pared, pero es una odisea. Doy un paso y me hundo hasta la ingle. Retrocedo y me calzo las raquetas. Aun así, me hundo hasta la rodilla a cada pequeño paso que doy. La violencia del viento, las agujas de nieve que se te clavan en la cara, la niebla y la nieve que borran el camino, contrastan de manera increíble con la delicadeza de las cortinas que revolotean y acarician la roca. Me siento a la vez cansado, irritable y profundamente agradecido.
11 marzo 2014
Henos quedado con Nico Sahún en la carretera de Ampriu. Es el primer Observador Nivológico con el que vamos a trabajar.. Me emociona pensar que Kåre Aarset podía ser así. Abre el maletero de su coche y antes de que yo me ponga la mitad del equipo, él ya está preparado. Nos dirigimos a una zona que sólo él puede saber que es propicia para hacer un test nivológico; yo no veo más que una ladera blanca, inmaculada, sin apenas diferencias, a pesar de que hace ya quince años que observo la nieve en Pirineos. Él dice: «Allí» señalando la ladera blanca, para mí casi uniforme.
Hace un test de estabilidad que me parece bellísimo: un prisma blanco con un corte diagonal, perfecto, limpio, producido por cizalladura. Después cavamos durante casi una hora. Va surgiendo un vaciado perfecto, un prisma negativo color turquesa, una escultura minimalista en la que se va inscribiendo un jeroglífico de marcas ordenadas, huellas de pruebas técnicas para extraer información enterrada bajo metros de nieve. Orden en el caos, un agujero turquesa en la nada blanca. La luz es perfectamente homogénea. El prisma rebota la luz, aplana el relieve de los jeroglíficos. Decido que la próxima vez traeré un palio negro, esperando que no haga viento.
Volvemos a hacer más catas, durante varios días. La experiencia de cavar en la nieve sin parar, desplazándonos de ladera en ladera cargando con el equipo resulta extenuante. Nico, Xacobe, Satur y Adrián leen las superficies blancas de forma increíble: interpretan la dirección y la fuerza del viento, las acumulaciones, las ondulaciones y grietas, la formación de placas, la calidad de la nieve, la inclinación, la orientación de la ladera… Son muchas sutilezas que les llevan a intuir sin equivocarse. Cada vez que cavamos una cata, el jeroglífico que se va formando es distinto aunque el protocolo sea idéntico. La luz es perfecta, homogénea. Hemos traído una tela negra que clavamos en la nieve para que no se vuele. Esta vez noto el contraste. Después de fotografiar destruimos el agujero de la cata, tapando con nieve el vaciado para que nadie pueda caer en esa trampa de dos metros y medio de forma inadvertida.
16 agosto.2014
Son las 13:00 y he bajado al pueblo a comprar algo en el supermercado. Las previsiones meteorológicas no son claras. Entre todas las páginas que consulto hay poca coincidencia, aunque apuntan a más despejado que otra cosa, así que he tomado la decisión de quedarme. Suelo consultar hasta seis páginas de predicción meteorológica: en muchos casos las predicciones coinciden, pero con tiempo inestable o cambiante puede pasar cualquier cosa. En cuanto a la predicción local, hay que preguntar a gente del lugar, pero aún así, en ocasiones el margen de impredicibilidad es enorme.
Al salir del súper, con las bolsas en la mano, miro a lo lejos, y descubro en el fondo oscuro del valle las cumbres de las montañas engullidas por una masa de nubes. Podría ser una ocasión perfecta para subir a trabajar, con lo que decido ponerme en marcha. Recojo rápido el equipo y a las 15:30 ya estoy andando hacia Barrancs. Llaneando, aunque la mochila pesa, voy deprisa, pero subiendo, las piernas protestan , el aire se hace insuficiente y el corazón se acelera; respiro intentando meter paciencia en los pulmones, y seguir buscando con las mismas ganas de siempre.
Barrancs es un valle que me gusta mucho; me encamino hacia la antigua lengua del Glaciar de Aneto, una cara norte pedregosa, con apenas alguna brizna de hierba, a unos 2.400 metros de altitud, unos 500 metros por debajo del borde inferior del hielo.
El lugar es desolado, espectral. Granito gris, en el que crecen los líquenes, bloques grandes de color amarillo verdoso, a veces ocupando todo el espacio. En otras zonas, fragmentos de granito más pequeños dónde es más factible caminar. Imagino que hace sólo unos cientos de años el suelo donde piso ahora estaba aún ocupado por el glaciar.
Llego a los 2.400 metros en hora y media. Localizo algunos lugares y configuraciones interesantes, pero la niebla está muy alta, y no termina de bajar hasta donde yo estoy. Sé que con niebla sería mejor, y paso horas esperando que alguna nube se apiade de mí y tenga a bien bajar hasta donde yo estoy, porque no quiero abandonar los hitos que hay alrededor mío.
Miro hacia arriba: una densa nube lo borra todo como un borrón gris que se mueve lentamente, aliado y a la vez enemigo amenazante, pero no baja, paseándose, perezosa, sin cambiar de cota. Ir en busca del mal tiempo en alta montaña es paradójico: lo deseas y deseas evitarlo.
Me he dicho que a las 19:00, tengo que empezar a bajar, para no correr riesgos, aunque conozco bien el terreno y no implica peligro objetivo importante. Hacia las 18:00, las nubes que vienen de Francia resbalan por la ladera bajando un poco de cota, y engullen el fondo de la lengua. Tengo la sensación, por fin, de que ahí hay algo. La niebla me alcanza y me traga. Me sumerjo en la desorientación, en la incertidumbre, en la vulnerabilidad. Sé que para encontrar lo que busco, necesito subir cuando la montaña da miedo.
Hago tres fotos. A la hora prevista, recojo y me voy, como está mandado.